Impaciencia

jueves, 28 de abril de 2016

Se acepta en las ciencias que se ocupan del asunto que hace más o menos unos dos millones y medio de años surgió el género Homo (hombre en latín) del cual derivaron varias especies consideradas humanas.

De todas éstas, la única que ha sobrevivido – y no queremos saber cómo – es aquélla a la que pertenecemos, autodenominada Homo Sapiens (algo así como hombre sabihondo).

Si nos gustan las estadísticas podemos decir que el hombre actual tiene una antigüedad que representa el 0,095% de la totalidad de la existencia del género Homo.

El control del fuego – su conservación y producción – parece haber sido atributo de varias especies humanas desde hace unos 800000 años, aunque esta precisión no es del todo comprobable. En todo caso, lo que sí es cierto es que el fuego viene acompañando al género desde hace bastante tiempo.

El primeras muestras de metalurgia, es decir de la fundición de metales se registra en la península de Anatolia (en la actual Turquía) hace unos 8000 años.

Es decir que, después de conocer el fuego, insumió el 99,99% del tiempo en lograr el dominio suficiente como para aumentar su temperatura a más de 1000°, los necesarios para fundir el cobre.

Hasta lograr, o concebir, la primera aleación pasaron 3000 años más, cuando se inaugura formalmente la Edad del Bronce.

La cerámica es mucho más antigua y los mejores productores en este campo han sido los chinos, de los cuales se considera que hay producciones que datan de unos 20000 años.

La agricultura – años más, años menos – parece ser un fenómeno surgido independientemente en varios lugares hace aproximadamente unos 11000 ó 12000 años.

Recapitulando:

Luego del surgimiento hipotético del género en el último 0,01% de ese tiempo aparece la especie Homo Sapiens.

En sus 200000 de existencia nuestra especie, aun conociendo el fuego, recién lo lleva a una temperatura aceptable para la fabricación de cerámica duradera y de herramientas de metal fundido en otro tramo de 0.01% de ese tiempo.

Pero ya la producción de aleaciones lleva menos tiempo inaugurando la Edad de Bronce, en la cual se desarrolló casi toda la historia de la civilización egipcia, por ejemplo.

La edad del hierro empieza en distintas geografías, casi simultáneamente, hacia el siglo XII A.C. Para tener alguna referencia histórica, es la época de la guerra de Troya.

A partir de allí las posibilidades de fabricar herramientas e instrumentos de todo tipo – incluyendo armas potencialmente más terribles – se hace exponencial.

Junto con la elevación de las temperaturas que posibilitan la fundición del cobre y el desarrollo de la cerámica, se dan las primeras expresiones de la alquimia (en Mesopotamia y en China).

Hacia el año 500 se produce un extraño florecimiento de la espiritualidad en todo el mundo, en numerosas civilizaciones surgieron doctrinas y grandes hombres que las concibieron. Desde el siglo de oro griego, con Sócrates, Platón y Pitágoras, hasta las diversas expresiones orientales de la India – Buda – China – Lao-Tse – o Persia con Zarathustra (Zoroastro en griego).

O sea que tuvieron que pasar casi dos millones y medio de años desde el surgimiento del género Homo, casi doscientos mil de la especie Homo Sapiens antes de que empezaran a descollar algunos nombres en el plano espiritual. No estamos significando que antes no los hubiera, sólo tomamos estos ejemplos a los que podrían sumarse algunos otros anteriores que desconocemos o que hunden sus raíces en el mito o la prehistoria sin memoria.

Haciendo cuentas, en el último tramo de existencia del Homo Sapiens, que representa menos del 5% de la totalidad, aparecen la agricultura, la cerámica, la metalurgia y se expande la espiritualidad. Estamos evidentemente ante un proceso que, a partir de ciertas condiciones, se hace acelerado.

Es cierto que no es una aceleración continua pero hay tramos en los cuales se expresan, súbitamente para los parámetros históricos, correntadas de impulsos nuevos a un ritmo insospechado desde los antecedentes.

Dando un salto en el tiempo, en los inicios de la revolución industrial, momento en que junto con antiguas prácticas primitivas (la esclavitud, por ejemplo) se postulan muchas de los ideales que marcarán los siglos sucesivos y que dejarán su sello hasta en la habitualidad del presente.

En Europa se empieza a producir una enorme transformación a caballo de la revolución industrial. El colonialismo, al par que explota salvajemente a pueblos milenarios, sin quererlo lleva también el germen de los nuevos tiempos.

Hacia finales del siglo XIX, con un crecimiento inusitado del arte y la ciencia, surge lo que Ortega denominaría la aparición de las muchedumbres. Masas humanas que en las ciudades pasea, se entretiene, intercambia, consume, protesta, revoluciona.

Hace escasos segundos, en el marco de los lapsos históricos, se reconoce la igualdad y los derechos de todos los seres humanos. La mujer se suma activamente a la vida social. La ciencia progresa, la técnica vuela.

Sería interesante recapitular todos los fenómenos que se ponen en marcha en todos los campos, tal como Silo lo hiciera en la conferencia La Religiosidad en el Mundo Actual en un breve racconto que sólo toma en cuenta cuatro años.

Con la revolución industrial nace el capitalismo como lo conocemos y hoy, apenas 200 años después (el 0,1% de la vida de nuestra especie) ya está en plena crisis, se ha hecho financiero, abstracto, de burbuja, dependiente de una maquinaria de producir papeles de colores (la Reserva Federal de USA). No es lugar para discutir esto, pero sus fundamentos tienen todos los rasgos de algo que se puede evaporar en un instante. Han pasado sólo 200 años, el 0,00008% del tiempo que lleva el género Homo sobre esta tierra.

Probablemente aún se conserven muchos de los instintos y atavismos de aquellos lejanos ancestros, pero también es cierto que “algo” se ha tensado hacia el futuro de un modo fatal. Y en esa tensión, entre el mono y ese ser que nos sucederá, ese que Nietzsche llamó superhombre quizás por no tener mejor modo de llamarlo, en esa tensión vivimos hoy nosotros, intuyendo lo que no y sospechando lo que sí, sabiendo lo que ya-no y esperando lo que aún-no.

El proceso humano se acelera. No es verdad, como dicen algunos, que siempre haya sido igual. Es posible que aquel “siempre” que no conocemos (el de los seres primigenios, sin historia, sin civilización) haya sido el mismo por cientos de miles, millones de años, pero en esa breve fracción de tiempo que va desde la creación de la agricultura, la cerámica, la metalurgia, no ha hecho más que cambiar, con etapas de detenimiento y hasta de retroceso según el lugar pero, cuando ha tomado la recta de la aceleración, los cambios han sido vertiginosos.

Tal vez sea tarea para los matemáticos calcular las tasas de aceleración de los cambios en ciertos períodos históricos. Si se abocaran a semejante cálculo es posible que pudieran observar que estamos a una fracción de segundos de cambios impensables, como era impensable la filosofía, el cine, la aviación o la búsqueda del sentido de la vida para aquellos maravillosos predecesores que se acercaron al fuego y comenzaron a domesticarlo, iniciando con esto los procesos de los que hoy nos hacemos dueños con una casi total ingratitud.

Todos estos cálculos de escasa cientificidad no quieren ser demostración de nada, sino indicar el asombro ante la imagen de un proceso que, aparentando una lentitud absoluta, de pronto es como si despertara y se abocara con toda su energía a recuperar el tiempo perdido.

Es muy probable, casi seguro, que esa lentitud de nuestros lejanos antecesores fuera sólo aparente y que, mientras repetían actos y gestos por miles de milenios, fueran moldeando en los altos hornos de su interioridad los modelos profundos que hoy queremos llevar a la luz, que hoy deseamos que sean en el mundo.

Dar un fundamento estadístico tal vez sea tarea para matemáticos o historiólogos, pero para nosotros la tarea primordial es no dejar que la impaciencia se transforme en desazón o destrucción.

Pareciera que, paradójicamente, lo opuesto a la impaciencia no fuera la paciencia sino la fe. Esa que sabe esperar desde la certeza de la evolución de las cosas, esa que permite actuar atento al presente sabiendo que lo que hoy se siembra es cosecha de mañana y que siente que el granero interior, ese enorme silo, quiere entregar al futuro su enorme tesoro.

Eduardo Montes

Volver

domingo, 24 de abril de 2016

Hace unos años que no escribo nada en este blog. En parte porque empezaba a ser aburrido comentar los mismos viejos tópicos y en parte porque los nuevos que se iban esbozando aún no mostraban toda su claridad.

Esperé, esperé y esperé que la claridad retornara hasta que caí en cuenta de que lo que anteriormente consideraba tal no era más que la ilusión de la claridad. Me encontré, de modo más o menos frontal con una especie de fracaso. No es que considere que estaba equivocado ya que en esencia, casi nadie lo está, a lo sumo cada uno es expresión de una mirada, un modo de ver, una manera de configurar al mundo o a sí mismo y, como tal, articula su lógica, prioriza sus datos, preestablece sus conclusiones.

Y entonces, ¿de qué se trata?: Se trata de que al haber tomado postura frente a cuestiones que en el fondo no consideraba esenciales, fui alejando mi eje de lo esencial configurando lo que puede definirse como una "traición a mí mismo".

Sin pretender abundar en dramatismos puede decirse que todo alejamiento de aquello que es ajeno a las más íntimas convicciones constituye algún modo de traición, algún modo de alienación.

¿Y cuáles son las cuestiones esenciales? Las hay diversas, en el plano individual, social, cultural o histórico, pero todas están sometidas al mismo proceso, todas participan de la misma necesidad.

Hoy se trata de que toda cuestión individual, social, cultural o de momento histórico están sometidas a paradigmas que intentan impedir su vuelo. El ser humano está creciendo y todas las estructuras que intentan contenerlo están en crisis. Y lo están porque son insuficientes, son ropajes de niño para cuerpos en pleno crecimiento.

Todas las luchas, aun las más justas, están marcadas por ese proceso que lo atraviesa todo. ¿Esto es motivo para la parálisis? No, como tampoco ilusionarse es motivo para la acción.

Pero hoy, toda acción que no atienda a ese proceso indetenible de la historia está condenada al fracaso. No a ese fracaso que enseña, sino a aquél que muchas veces sume en la desazón o el resentimiento. 

Hoy no se puede luchar para que se efectivicen derechos consagrados en el pasado sin advertir que se están escamoteando los que vendrán, los que ya están en el horizonte. Porque con el recurso de amenazar lo que se tiene se expropia lo que está en ciernes y esto se hace con la complicidad, algunas veces involuntaria, de muchos luchadores por los derechos que no ven más allá de ellos.

Actualmente, las enormes mayorías humanas están siendo explotadas por las ínfimas minorías apropiadoras. En una medida u otra, más allá de algún beneficio menor, lo que se está "cocinando" no va a formar parte de su menú. 

¿Y que es lo que se viene "cocinando" desde hace ya cierto tiempo? 

Hay un trasfondo en el diminuto psiquismo de las minorías apropiadoras que las orienta a pretender constituirse como semidioses inmortales (físicamente inmortales), rodeados de una cantidad "razonable" de amanuenses bien vestidos. Todo ésto montado en recursos financieros estrambóticos y la tecnología que no detiene su crecimiento. Esto será el privilegio de unos pocos, ¿y el resto?. Bueno, el resto sobra...

Bienvenida la tecnología, bienvenida la inmortalidad, pero para todos. ¡Pero eso no es posible!... Veremos...

No es que creamos que los "malvados" vayan a triunfar, por una razón u otra sus triunfos son siempre pasajeros, pero el problema se expresa en el mientras tanto.

Personalmente, no creo que llegaré a vivir lo suficiente como para estar en el presente de estos procesos que intuyo. A estas alturas considero "mejor" la inmortalidad espiritual, pero la considero así para mí y ésto, ante mí, no obliga a nadie a recorrer el mismo camino.

El destino del ser humano, por su configuración de conciencia tendida al futuro, es alguna forma de inmortalidad. Todo obstáculo a alguna de esas formas muestra el signo del opresor.

Las estructuras actuales no contienen al ser humano, no en el sentido de contención emocional sino en el sentido de su estrechez ante la dimensión que está cobrando. Esto no es notorio en la masividad estereotipada pero esta asomando en el horizonte interno de cada uno. 

Aun en las "peores" cosas, como la fuga a través del fármaco o la droga, se intuye una oscura crítica a la existencia como está planteada y una búsqueda sin rumbo de "algo" distinto. Algo que vaya más allá de esa superficie de posesiones y apariencias, más allá de la experiencia cotidiana de vivir en una planicie temerosa de las voces profundas. 

Ésto tiene significados, ésto tiene una raíz que ciertos personeros del sistema (los diversos manipuladores del psiquismo) no logran desbrozar. Y no lo hacen porque eso cuestiona las bases mismas de sus estructuraciones, porque también ellos están heridos por los grandes temores que pretenden manejar.

El futuro no tan lejano es el tiempo de la revolución.  De una revolución cuyos acordes esenciales creo reconocer en los siguientes párrafos extraídos del Manual del Poder Joven, pequeño libro escrito por Silo bajo el seudónimo de H. van Doren allá por 1972/73:

"Quererse libre es quererse en un mundo en el que el valor humano de uno y de los demás, cobre categoría de tal en reemplazo del hombre-mercancía, del hombre-productor o consumidor. 

Quererse libre es no desear un mundo de trabajo imbecilizante sino humanizante, en donde la producción sea el correlato material de la solidaridad y donde cada cual produzca según su posibilidad, recibiendo según su necesidad. No según la necesidad que el Estado quiera fijar. Es querer un mundo socialista sin Estado. 

Quererse libre no es quererse simplemente en un mundo socialista en el que el autoritarismo de unos reemplace al de la etapa anterior. 

Quererse libre es quererse con intimidad y ser para otros garantía de la intimidad. Es quererse individuo pleno y sentir el para-sí y el para-otro con la misma fuerza solidaria. 

No es quererse libre: explotar y ser explotado, controlar y ser controlado, espiar y ser espiado. 

Quererse libre es por consiguiente: quererse en un mundo socialista, no autoritario, no burocrático, no partidario, sino paradisíaco . En un mundo que siempre estuvo en el corazón de los hombres buenos y acicateó su imaginación y sus obras fuera de la época, fuera de la prehistoria en que vivieron. 

Quererse libre es querer salir de la prehistoria produciendo una ruptura temporal y entrar en la historia verdadera y cálidamente humana. 

Quererse libre es querer una nueva sociedad en la que no se sienta el freno o el control, sino la total incapacidad de ejercer cualquier violencia propia de la prehistoria humana. 

Quererse libre es querer un mundo en el que no sea necesario utilizar la palabra "amor" por pudor y por sobreentendida. 

Quererse libre es querer una sociedad en donde el ateísmo no esté reprimido y en donde la religión interior y personal no sea una fuga de la realidad. 

Quererse libre es querer un mundo en el que la razón y el saber no tengan ya inquisiciones y en el que incluso la poesía pueda oponerse a la razón, sin división interna del poeta."

No afirmo que esta sea la base de una plataforma política para las "próximas elecciones" o una fuente de slogans fáciles para salir del momento, pero sí afirmo que necesita ser la copresencia mental, el propósito que acompañe y guíe entre la confusión de los acontecimientos del presente. Y cuando menciono la confusión no dejo de llamar la atención sobre las descripciones del momento actual cada vez más incorrectas, más impropias para el ser humano, que se hacen desde todos los bandos, sean estos "malos" o "buenos"(*).

Estas ideas y muchas otras, algunas cercanas a la poesía y otras al "relato" del futuro, animarán sin duda a las generaciones revolucionarias, aquellas del gran salto evolutivo, en su apertura sin límite al insondable Universo, ese que duerme en el interior de cada uno y ese que espera más allá de nuestra Tierra.

Eduardo Montes

(*) "Estado presente", "Mano del mercado", ¡qué expresiones tan antiestéticas, tan sin vida, tan inhumanas!









Calma zen

Últimamente se ha puesto de moda atribuir cierto estado de ánimo al nuevo gobernante de nuestro país, al mismo se lo define como “calma zen”.
Me llamó la atención semejante caracterización tan alejada de las virtudes secundarias conque suele adornarse a los políticos (del tipo, “que bien que habla” o “que sencillo que es”), por lo que me enfoqué en una rápida investigación que permitiera desmalezarme de confusiones.
Lo primero que hice fue alejar mis suspicacias relativas al uso de fármacos para impostar alguna dosis de equilibrio en el comportamiento, tan difícil de lograr en estos tiempos.
También, en un relámpago (muy al estilo Italo Calvino), me pareció ver la mirada de Brando en el Padrino I, cuando ya de vuelta de todo, lo envuelve la sabiduría perdona vidas de quien se siente un ser especial después de despachurrar a toda suerte de enemigos. Pero me dije que la imaginación me conducía por senderos tortuosos.
Posteriormente busqué algún tipo de intención más profunda o, si se quiere, más política, a la difusión de dicho atributo. Pronto caí en cuenta que se trataba, aparte de un reconocimiento de virtudes, de un modo de establecer diferencias con la etapa anterior, tan llena de “crispación” y tan carente de “diálogo”. Me pareció, dentro de todo, un artilugio legítimo, publicitariamente correcto. Pero como soy un consumidor un poco difícil, mejor dicho, un mal consumidor, es decir, no soy un consumidor, quise ahondar un poco más en el concepto.
Recordé que allá por el año 1965 (como suele decirse, “tengo mis años) cayó en mis manos un libro de edición muy barata llamado algo así como “Que es el Zen”. En el mismo se abundaba en datos históricos referidos a un tal Bodhidarma que emigró de la India hacia China para predicar las enseñanzas del Buda (circa año 500 D.C.).
Según el relato, o la ficción histórica, este personaje se instaló en el norte de China y se dedicó a la prédica de su doctrina favorita. El famoso templo Shaolin (muy conocido a través de diversas películas de artes marciales) fundado por otro monje indio, llamado Buddahbhadra (o Ba Tuo en chino) lo tuvo como huésped.
Los japoneses, que adoptaron mucho de la cultura china, traspusieron a su propio idioma el nombre de la corriente creada por el Bodhidarma (a quien llamaron Daruma Taishi), de Chan (palabra derivada del sánscrito dhiana, meditación) a Zen.
A lo largo del tiempo se produjo una asociación entre las distintas corrientes del Chan/Zen y las artes marciales, a pesar de que el Bodhidarma/Daruma, en realidad no las practicaba (o sí, según la fuente a la que uno le dé crédito). Tampoco se practicaban, en principio, en el templo Shaolin donde terminó sus días, que según cierta especie improbable fueron los últimos de total ultimidad porque se extinguió en el Nirvana, producto que por estos arrabales no pega mucho (un poco puede ser lo del nirvana, pero lo de la extinción...)
Todas estas cosas, como todas las cosas, son dudosas, porque la historia está plagada de ficciones y relatos convenientes, pero a la hora del saber no queda otra que saber lo que a uno le cuentan y a fines ilustrativos estas historias vienen bien.
Ese aspecto, el de las artes marciales, es el que ha trascendido más hacia occidente, sobre todo por ciertas películas del género (tanto chinas como japonesas). Arriesgo a considerar que estas son las fuentes principales de donde se nutren publicistas y periodistas, tan afectos a simplificar las cosas para mejor ingesta por parte de los grandes conjuntos, y tan de saber casi nada de casi todo.
Es claro que alguna gente un poco más enterada no desconocerá cuestiones referidas al zazen, modo de práctica japonesa bastante conocida en occidente debido, probablemente, a que se puede explicar con dibujitos. Pero, si se quiere llegar al gran público, los fundamentos no pueden ser tan elitescos, deben responder a imágenes que, quien más quien menos, todos conocen. De modo tal que, me dije, cuando se habla de calma zen, se habla de la actitud que tienen esos hombres de acción a los que no les tiembla la mano cuando tienen que tomar decisiones y cursos de acción duros o difíciles.
Así, en las referidas películas, a nuestro héroe ocasional no se le altera la respiración cuando con perfecta técnica y elegante movimiento corta en dos a algún infortunado oponente. Ese es el comportamiento que conocemos (reitero, por ficciones peliculeras) en ninjas y samurais, guerreros de enorme equilibrio emocional y devastadora capacidad destructiva.
Estos modelos de conductas parecen ser las imaginerías predilectas de los abanderados de la igualdad calificada (esa que dice que todos somos iguales pero que algunos somos más iguales que otros), junto con algunas metáforas zoológicas referidas a presas y depredadores, o como ser un “macho alfa” hecho y derecho, inspiradas en lecturas a las apuradas del amigo Darwin.
Todo esto no pasaría del campo de la metáfora o de la imagen publicitaria destinada a consumidores incautos si no fuera porque la práctica, derivada de o concomitante con estas fantasías, termina en el mundo real como apaleo profesional (y eficiente) de trabajadores en ejercicio de su derecho a (¡qué menos!) reclamar. No sin antes, of course, hablar de diálogo y consenso.
Recuerdo, en tren de asociar de modo tal vez ilícito, que cuando se produjo la expansión musulmana desde Arabia, se instaba a las ciudades asediadas a rendirse con la promesa de no tomar represalias (y de no extender el saqueo por más de tres días), advirtiendo que si se negaban las consecuencias podrían ser, cuanto menos, indeseables. Eso era diálogo, después cuando bajaban los impuestos leoninos aplicados por los bizantinos (anteriores mandamases), obtenían el consenso.
Los cruzados también aplicaron tan ejemplar procedimiento con la sutil diferencia de que cuando las ciudades se rendían pasaban a degüello a todos sus habitantes. Cosa que terminó con la paciencia de un kurdo llamado Al-Nāsir Ṣalāḥ ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb (en nuestra fonética Saladino), a la sazón emir de los creyentes de aquellas latitudes, derivando todo en una expulsión destemplada que tiene sus resonancias hasta el presente.
Pero bueno, todo esto son divagaciones, el punto es que la calma zen significa, que te pueden cepillar paz, pan y trabajo (Ubaldini dixit) con total tranquilidad, sin que los ataque el remordimiento, ni pierdan el sueño, ni la buena digestión y, como si esto fuera poco, sin crispaciones populistas, que no es poco.
Así que, en resumidas cuentas, ¿diálogo o toronga? - dialogo - bueno, pero antes un poco de toronga- con total profesionalidad, nada personal; es más, impersonal, sin sentimientos, sin empatía, sin compasión ni otras debilidades progres.
Gentes anticuadas, y adictas a ideologías tan anticuadas como ellas, se refieren a estas cosas, seguramente de modo injustificado, como represión de la protesta social, o represión a secas. Pero ellos, como todos saben, no entienden nada, y menos entienden la calma zen.
Eduardo Montes. Diciembre de 2015